La madre abadesa regresaba de una "visita conventual". El
capellán, paquete en mano, salió a su encuentro. Madre, dijo, llegó en su
ausencia. Nada más ver la letra lo supo:
la caprichosa mano del destino había vuelto a emparejarles.
Bajo la capa protectora apareció, cual inmaculado manto azul
y plata, el primoroso envoltorio que ella acarició con dulzura antes de ser
retirado.
Y allí estaba, tan oscuro como la madera húmeda bajo la línea
de flotación de un galeón, en cuyo casco aparecía su nombre grabado en oro. Sonrió cómplice, satisfecha, emocionada.
Los maravillosos tesoros no tardaron en aparecer.
Para la Reverendísima Doña Marga, rezaba el sobre en cuyo
interior, bajo pena de excomunión, las palabras y el color habían atrapado
instantes que, aun no volviendo, permanecerían.
Como en un códice, una caligrafía, que a ella le parecía exquisita,
se teñía, de tanto en tanto, de pequeñas teselas rojas .
Y en el interior, entre el olor a cuero, a tinta, a papel, los
instantes, los lugares, los momentos, los colores le regalaban esta vez un
caleidoscópico y hermoso paseo.
Un paseo que ella debería completar. Un paseo que deseaba
tanto como temía, pero que sabía que habría de hacer si quería honrar tanto al valioso tesoro como a tan intrépido
viajero, aventurero y su regalador pirata, Joshemari Barbaplata.
La madre abadesa, aun a riesgo de excomunión, aun
contraviniendo la regla de pobreza de su monacal orden, se dirigió a su celda,
tesoro en mano.
¡Muchísimas gracias, intrépido pirata Joshemari Barbaplata, el
caprichoso destino me hizo, nuevamente, muy muy afortunada!
EPÍLOGO:
Amén del tesoro encuadernado, la reverenda madre
abadesa, Doña Marga, había recibido otro tesoro pintado. Una vieja
y encalada calle, junto a la muralla, del pintoresco, vetusto y egabrense barrio de la Villa.
¡Ni que decir tiene que a la "Reverenda Doña Marga", ¡Amén! Oyoyoyoyoyoyyyy... le ha encantado todo, Joshemari mío -y vuestro-!