Peregrinamos
a la mejor librería de la ciudad del Turia, París-Valencia, la de la calle
Pelayo. Vamos por nuestra carga de libros estival, los que definirán la
temperatura, las tormentas o las bonanzas del alma durante este verano.
Al salir, Amparo quiere entrar en una tienda
de ropa y decido esperarla en la puerta. “Amparo, no; estaré en un banco, por
aquí”. Ella no ve la calle peatonal adyacente, no sabe que he descubierto un
banco libre y ni mucho menos imagina la verdadera razón de mi impulso: junto al
banco hay otro ocupado por un hombre que ha llamado poderosamente mi atención.
Me
siento junto a él, tan cerca como obligan estas butacas individuales de forja y
madera ancladas al suelo en ángulo. El hombre tiene en los pies otra bolsa de
plástico de París-Valencia como la mía y saca de ella libros que coloca
despacio dentro de una viejísima maletita de cuero que mantiene abierta sobre
sus rodillas cruzadas. Hojea uno e intento leer el contenido de la maleta. Sólo
alcanzo a ver, del revés, un lomo de Roald Dahl. Me sorprende observándole e
intento disimular sacando los libros de mi bolsa. Acabado el trasiego, la suya
vuela con la brisa sobre la calle y me levanto a recogerla. Cuando se la
entrego me mira extrañado y tengo la doble impresión de que no le interesa y de
que le cuesta hablar… “¿No la quiere? Pues listo…” Envuelvo mi bolsa con la
suya, un poco abochornado.
“¿Qué
ha comprado usted?” Habla. Aunque muy quedo y estamos en medio del ruido
central de Valencia. Tengo que acercarme aún más para contestar y entregarle el
primero de mis libros “El placer de contemplar, de Joaquín Araujo”. Lo coge,
lee detenidamente el perfil del naturalista en la solapa y comienza a hojearlo.
Me lo devuelve cuando ya he sacado el segundo “¿Puedo?” “Por supuesto” y le doy
las Memorias del estanque, de Antonio Colinas. Le dedica más tiempo, se
enciende un Ducados y lee saltando de atrás a adelante, de adelante a atrás,
páginas enteras, la maleta cerrada ya en el suelo, junto a mí. Atiende una
llamada de teléfono en susurros, sin dejar de leer. Cae y limpia la ceniza del
cigarro sobre el libro…
Es
un hombre anciano, vestido de manera peculiar, muy abrigado para el lugar y la
estación. Pantalón de pana, camisa de cuadros de franela, alpargatas modernas y
un sombrero de ala corta de fibra vegetal. Lleva una hirsuta sotabarba blanca,
lo que le da un aire entre Alonso Quijano, por la delgadez, y el capitán Ahab,
aunque con gafas. Parecería un patriarca amish si no fuese por el color de sus
ropas.
Aún
está leyendo mi libro cuando llega mi mujer, que me mira sorprendida. “Bueno,
nos vamos”. Me devuelve el libro y nos estrechamos las manos. “Un placer
compartir este rato de lectura” digo. No contesta.
Unos
pasos más allá, siempre pocos, Amparo me dice “Pensé que era una estatua…”
Cada
día me interesa menos el sentido literal de encuentros como éste. Respondo como
buenamente puedo a la intuición y, a veces, escribo o dibujo de memoria sobre
ellos. Sé que hay porqués, pero no formulo preguntas; cada vez valoro más vivir en el lado metafórico del mundo, participar de él y disfrutarlo.
Creo que mandaré un enlace
de esto a la librería; sea sólo por el guión que trazan, ese que tienen puesto desde
siempre entre “París” y “Valencia”…